Ruidos por todos lados. Perturbadores sonidos que me empujaban al límite de la tolerancia. Una extraña sensación de rabia se apoderaba de mi cuerpo. Sentía como recorrían por mis brazos y mejillas unos pequeños insectos que carcomían mi piel y rozaban mis venas y arterias. Se apoderaban de mis movimiento. Estaba a punto de explotar. Quería eliminar esa sensación producida por esos ruidos molestos que ya no podía soportar.
Traté de escapar por la ventana. El espacio era pequeño. Paredes color crema. Mucha gente en un lugar poco acogedor. Estaba obligado a estar con ellos. Nadie me preguntó si quería estar. Naturalmente mi respuesta habría sido negativa. Pero como alguna vez algún famoso digo por ahí: Es lo que ahí no más. Tenía que soportar.
Lo más penoso era tener que convivir con sus palabras, olores, miradas y gestos que me desagradaban profundamente.
Estaba en el precipicio de la decisión. En el segundo clave en el que una mala opción puede cambiar el resto de mi vida. Sabia que mi tarea era tolerar, soportar el maldito ruido de sus palabras y convivir con su ignorancia. Pero, lamentablemente para ellos, colapsé. Reventé. Exploté. Totalmente desequilibrado, mientras respondía un ejercicio de matemáticas, escapé de mi silla corrí a la ventana y comencé a escuchar otros ruidos, aquellos propios de la naturaleza, pájaros que cantan, el viento que se introduce por las rendijas de las ventanas, las señoras que debaten acerca de la pertinencia de la farándula en la TV. En fin, una serie de ruidos que eran un salvavidas para la situación que estaba viviendo.
Mi profesor era un infeliz. Flojo. No tenía ningunas ganas de estar ahí. Miraba su reloj veinte veces por hora y nos dejaba hacer y deshacer. Era una escoria humana, producto de la frustración y el fracaso personal, de sus deseos ocultos de pretender creer que era una eminencia y nadie lo comprendía. Mi tío también era profesor y era capaz de profundizar mil veces más en temáticas que ese oscuro personaje que se autodenominaba docente. Ese infeliz, más los otros insectos que eran mis compañeros, me hacían tener un pasar bastante ingrato por esa aula infectada de ignorancia.
Ahí estaba. Parado. Frente a la ventana. Gozando de unos pocos segundos de tranquilidad. Aspirando el aire que me permitía renovar mis energías vitales. Aprendiendo de las comunicaciones paralelas que nacían de los ruidos del exterior. Justo en el preciso momento que pretendía estirar mi mano para abrir más la ventana, mi compañero de puesto me golpea con su palma totalmente estirada en la parte superior de mi cabeza. Los imbéciles de mis compañeros estallan en risas, incluyendo al asqueroso de mi profesor. En ese momento se me cruzaron dos ideas fulminantes. Una, lo tiro por la ventana junto a un par de perros que convivían olfateándose el culo uno con otro. O me hago el desentendido de la situación y me río por lo acontecido. Entre el pensamiento y la acción existe una interfase maldita que escapa al control de mis actos. Ese fue mi pretexto delante del juez. Señoría no sé que me pasó. Nunca creí que la violencia solucionara las cosas, pero algo interno se apodero de mí. Eran como insectos que me recorrían por dentro y en un momento determinado se apoderaron de mis pensamientos y me obligaron a actuar de forma irracional. Se metieron en mi cerebro y me dijeron tíralo por la ventana, nosotros hacemos lo otro. Y lo hice. Lo tomé del cuello y lo tiré por la ventana. Lo vi caer, escuché su grito de desesperación. Era otro ruido. Un ruido placentero, en todo caso. Un grito que nacía casi como un llanto de un bebe, pero penetraba en mis oídos como un bálsamo de salvación. Sentí que con su caída desaparecían todos mis malestares. Me sentí libre y recobré la sonrisa. Mi sala de clases fue otra. Acogedora, silente, carente de ignorancia y del maldito profesor.
Los insectos hicieron lo otro. Mientras él caía, sentí como los insectos escapaban por mis poros y mucho más veloz que la caída libre del cuerpo del difunto, se introducían por la boca de los perros que estaban debajo de la ventana desde donde salió expelido el cuerpo. En ese momento observé en los perros una rabia incontenible que los hacía pelear de forma desenfrenada. En ese preciso segundo cayó el cuerpo justo al lado de los perros. Ellos al sentir que ese objeto extraño interrumpía su ritual de dominación, corriendo raudamente hacia él y lo empezaron a despedazar, por que aunque usted no lo crea señoría, el cuerpo se movía y más aún más, creo que sus heridas eran menores, pero los perros hicieron su tareas. Comenzaron a morder su nariz, luego le extrajeron los ojos y le cercenaron la gargante. No estoy exagerando señor juez, pero en un momento creí ver en uno de los ojos de mi compañero una mirada que suplicaba auxilio antes de ser deborado complemente por los perros.
Traté de escapar por la ventana. El espacio era pequeño. Paredes color crema. Mucha gente en un lugar poco acogedor. Estaba obligado a estar con ellos. Nadie me preguntó si quería estar. Naturalmente mi respuesta habría sido negativa. Pero como alguna vez algún famoso digo por ahí: Es lo que ahí no más. Tenía que soportar.
Lo más penoso era tener que convivir con sus palabras, olores, miradas y gestos que me desagradaban profundamente.
Estaba en el precipicio de la decisión. En el segundo clave en el que una mala opción puede cambiar el resto de mi vida. Sabia que mi tarea era tolerar, soportar el maldito ruido de sus palabras y convivir con su ignorancia. Pero, lamentablemente para ellos, colapsé. Reventé. Exploté. Totalmente desequilibrado, mientras respondía un ejercicio de matemáticas, escapé de mi silla corrí a la ventana y comencé a escuchar otros ruidos, aquellos propios de la naturaleza, pájaros que cantan, el viento que se introduce por las rendijas de las ventanas, las señoras que debaten acerca de la pertinencia de la farándula en la TV. En fin, una serie de ruidos que eran un salvavidas para la situación que estaba viviendo.
Mi profesor era un infeliz. Flojo. No tenía ningunas ganas de estar ahí. Miraba su reloj veinte veces por hora y nos dejaba hacer y deshacer. Era una escoria humana, producto de la frustración y el fracaso personal, de sus deseos ocultos de pretender creer que era una eminencia y nadie lo comprendía. Mi tío también era profesor y era capaz de profundizar mil veces más en temáticas que ese oscuro personaje que se autodenominaba docente. Ese infeliz, más los otros insectos que eran mis compañeros, me hacían tener un pasar bastante ingrato por esa aula infectada de ignorancia.
Ahí estaba. Parado. Frente a la ventana. Gozando de unos pocos segundos de tranquilidad. Aspirando el aire que me permitía renovar mis energías vitales. Aprendiendo de las comunicaciones paralelas que nacían de los ruidos del exterior. Justo en el preciso momento que pretendía estirar mi mano para abrir más la ventana, mi compañero de puesto me golpea con su palma totalmente estirada en la parte superior de mi cabeza. Los imbéciles de mis compañeros estallan en risas, incluyendo al asqueroso de mi profesor. En ese momento se me cruzaron dos ideas fulminantes. Una, lo tiro por la ventana junto a un par de perros que convivían olfateándose el culo uno con otro. O me hago el desentendido de la situación y me río por lo acontecido. Entre el pensamiento y la acción existe una interfase maldita que escapa al control de mis actos. Ese fue mi pretexto delante del juez. Señoría no sé que me pasó. Nunca creí que la violencia solucionara las cosas, pero algo interno se apodero de mí. Eran como insectos que me recorrían por dentro y en un momento determinado se apoderaron de mis pensamientos y me obligaron a actuar de forma irracional. Se metieron en mi cerebro y me dijeron tíralo por la ventana, nosotros hacemos lo otro. Y lo hice. Lo tomé del cuello y lo tiré por la ventana. Lo vi caer, escuché su grito de desesperación. Era otro ruido. Un ruido placentero, en todo caso. Un grito que nacía casi como un llanto de un bebe, pero penetraba en mis oídos como un bálsamo de salvación. Sentí que con su caída desaparecían todos mis malestares. Me sentí libre y recobré la sonrisa. Mi sala de clases fue otra. Acogedora, silente, carente de ignorancia y del maldito profesor.
Los insectos hicieron lo otro. Mientras él caía, sentí como los insectos escapaban por mis poros y mucho más veloz que la caída libre del cuerpo del difunto, se introducían por la boca de los perros que estaban debajo de la ventana desde donde salió expelido el cuerpo. En ese momento observé en los perros una rabia incontenible que los hacía pelear de forma desenfrenada. En ese preciso segundo cayó el cuerpo justo al lado de los perros. Ellos al sentir que ese objeto extraño interrumpía su ritual de dominación, corriendo raudamente hacia él y lo empezaron a despedazar, por que aunque usted no lo crea señoría, el cuerpo se movía y más aún más, creo que sus heridas eran menores, pero los perros hicieron su tareas. Comenzaron a morder su nariz, luego le extrajeron los ojos y le cercenaron la gargante. No estoy exagerando señor juez, pero en un momento creí ver en uno de los ojos de mi compañero una mirada que suplicaba auxilio antes de ser deborado complemente por los perros.
Por lo tanto y en mi defensa, no creo ser el culpable de ningún delito, fueron los insectos y los perros los que cometieron este cruel acto. Ellos actuaron deliberadamente. Nadie los presiono. Fueron los ejecutores de una acción que no estaba en el registro de nadie de los que estábamos en la sala y que fue producto de esos malditos ruidos que tenía que soportar todos los días. Que hablaban de las malditas vidas y sueños de esos infelices que ocupaban un espacio que no merecían por que sus papitos no eran capaces de tolerarlos en sus casa. Del profesor ni hablar. Mientras caía el niño, terminaba de comer el segundo pan con queso de la mañana.
2 comentarios:
Debo decir que me he demorado en escribir aqui mi comentario, porque estuve pensando durante mucho tiempo en escribir algo que estuviera a la altura de sus textos. Nuevamente me saco el sombrero frente a su literatura, don eleazar.
Y, lamentablemente, no tengo nada que comentar, me reservo todas las interesantes e intraducibles distinciones que me genera la lectura de sus textos.
Halagado por el honor de la crítica, de verdad. Y me parece que quizás la historia se puede ajustar a algún curso de algún colegio que se encuentra en algún lugar conocido por muchos.
Chao
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